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La Tía Licha

La Tía Licha

26 de noviembre de 2025

En memoria de Doña Elisa Quiñonez Quiñonez

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Pues sí… así era la tía Elisa, ¡¡¡nuestra querida tía Licha!!! Cuando pienso en ella, sobre todo ahora, en los primeros días de su partida, brotan con más fuerza los recuerdos que la dibujan nítidamente; su figura esbelta y aparentemente frágil contrastaba con su carácter firme que se acentuaba con los anteojos.

Su andar por ese largo zaguán de la Peralta 25 daba cuenta de su silenciosa presencia desde el mismo momento en que cruzaba el lindel de la puerta metálica blanca y entonces aparecía; recia de paso firme, desprendiendo energía. Nunca llegaba con las manos vacías, siempre venía cargando todo desde Santa Bárbara, ¡porque allá todo era mejor, fresco y natural!  viajaba lo mismo en aquellos pequeños camiones verdes que en los azules de los mineros. Cargaba bolsas, “redes” con comida para don “Silano”, doña Lucía, la “nina” Paz y un “bocadito” para el “entenado” de turno de esa casa.

Esa era una forma de mostrar su cariño, aunque a veces se empeñaba en disimularlo asumiéndose rígida e inflexible, pero cuando se la estaba creyendo, ella misma se delataba con algún gesto u obra que mostraba que lo anterior solo esa una fachada con la que disimulaba su perenne preocupación de que su familia estuviera siempre bien.

Había nacido en San Bernardo allá por el 36 del siglo pasado, en ese rancho del cinco julio referenciado coloquialmente en las pláticas de los mayores como “Las Auras””, cerca del rio Sextin, pero como uno es realmente de donde le va bien, ella no ocultaba el orgullo santabarbarino.

En mi memoria de niño, su presencia siempre estará atada a un gesto generoso; una palabra, una prenda, un juguete, un detalle.  Visitarla en su casa era toda una aventura empezando por ese pequeño teatro improvisado de los muñecos de “don Zebedeo” que se montaba en el escenario habilitado en un basamento ubicado frente a su casa, era divertido cuando los primos mayores manejaban con maestría al muñeco del veliz.

La cita en el viejo mineral incluía una estación en la cocina que era una extensión de la sazón de la abuela Lucia, los aromas y los sabores parecían haber instalado una sucursal en esa casa de dos plantas. Mas tarde, en la sala se escuchaban por horas historias del rancho, de San Bernardo y sus alrededores en un juego de “dar y pedir razón” de… vecinos, amigos, parientes que nunca conocí, pero que de escucharlos repetidamente me fueron tan familiares que crecí con ellos, como si fueran compañeros de toda la vida.

Su eje de operaciones mercantiles se situaba en la contra esquina de su casa, en el espacio del puesto del mercado, ¡a tres pasos del jardín! Que es la medida del estrecho callejón ese sitio que daba la silenciosa bienvenida a la visita. La pujanza minera de la compañía atraía a vendedores de todos lados, desde Parral hasta la fayuca proveniente de Juárez, todos los mercaderes tocaban base con doña Licha, así son los recuerdos que a la distancia del tiempo se esconden entre las cazuelas de barro, la estufa, utensilios y voces de vendedores.

La esencia de esa mujer podría sintetizar en dos conceptos centrales; La familia como insignia y el trabajo sin tregua como forma de vida, porque eso sí, la tía era incansable ¡de 24 horas y todo terreno! Mujer de hablar directo, sin rodeos ni maquillaje, con palabras que desnudan la verdad con esa franqueza que suelen tener quienes se han forjado en los vaivenes del tener y no tener.

Así funcionaba la familia Aguirre–Quiñonez: con el esfuerzo del tío Poncho y la fuerza invencible de ella que era la segunda de los 7 descendientes del matrimonio de don Prisciliano y doña Lucía.

La tía era también la memoria viva del rancho. En las conversaciones con los abuelos o con don Beto su hermano mayor y compañero de recapitulación de historias, atestigüe también tremendas discusiones en relación a la discrepancia de hechos, fechas o datos históricos radicados en aquellas tierras. Cuando atemperaba el arrebato de la disputa fratricida, el dialogo se pintaba de concordancia con tonalidades de tono sepia nostálgico pigmentado en los recuerdos de mi infancia.

Fue una gran “procuradora” de amigos y parientes, mensajera de las buenas nuevas de quienes vivían o tenían alguna conexión con el norte de Durango. Experta en descifrar líneas de familiaridad desde sus abuelos hasta nuestros tiempos. Estaba provista con ese radar natural que le permitía en cada lugar encontrar a un embajador del terruño con quien podía compartir historias a sabiendas de que en esa interlocución se revitalizaba el orgullo de la estirpe y la oriundez.

Cómo olvidar la casa de Santa Bárbara, esa que esta junto a la estación, justo donde termina la vía del tren. En la familia, para quienes crecimos en los setentas y ochentas, esa era la aventura más perfecta y fantástica: visitar a la tía era un paseo dominical diferente; un viaje en tren, eso, así literal, ¡era otro boleto!

Esas visitas, por aquellos entonces eran parte de la cotidianeidad y hoy al revivirlos se resignifican y explican la afinidad que se tejió más allá de la consanguineidad con los primos: Ponchito, Diana, Lulis, Rafael, Tere y Pepe. Al paso del tiempo pasaron a ser parte del inventario de ese mundo mágico, entrañable, lleno de risas, de libertad, de tardes largas y memorables ¡poblado de seres de carne y hueso de los que hoy muchos solo habitan en el recuerdo!

Y si, son justamente eso, los recuerdos los que al final quedan. Marcan la memoria, ¿qué sería de nosotros sin ellos? suplen la ausencia física de quienes se han adelantado o de quienes, por azares de la vida, ya no coincidimos en tiempo y espacio, pero que podemos volverlos a ver con tan solo cerrar los ojos.

Cuando cae el telón de la vida de padres, tíos, amigos…  algo de nosotros muere también. Un privilegio doloroso de la vida es atestiguar esas partidas que se visten de funeral, ¿Cuántas despedidas hemos cargado y cargaremos en el peregrinar terrenal? ¡Nadie lo sabe! Pero sí podemos estar seguros de algo: cuando llegue nuestro momento de partir, tendremos la certeza de haber sido sembradores de momentos que se construyeron sobre girones de vida que estarán permanentemente radicados en la memoria y el corazón.

Eso fue justamente lo que hizo la tía Licha. Sembró. Y hoy su cuerpo inerte nos convoca al réquiem por un alma que trasciende, que se eleva y que permanece. Ella sigue aquí, en estas benditas tierras donde siempre quiso estar y donde tantas veces siguió estando aun en ausencia: cuidando su jardín, sus pájaros, su casa, sus amigos, ¡¡¡su esencia!!!

Los que mueren en la gracia de Dios saben que la resurrección empieza desde el primer instante de la ausencia, porque, como bien está escrito: “El que cree en mí, nunca morirá.”


Descanse en paz, Elisa Quiñonez Quiñonez viuda de Aguirre, "La tía Licha", mujer creyente y respetuosa del creador.


Sus funerales este miércoles 26 de noviembre a las 12 del día en el templo del Sagrado Corazón de Santa Bárbara para posteriormente partir a su ultima morada en el panteón municipal de ese lugar.

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